Adicción
Y te miré, y luego miré el reloj y
volví a hacer un cálculo mental, unas veces seis minutos, otras tres, muchas
veces cuatro y alguna que otra excepcionalmente siete pero eso poco, excepción
es que es poco. En cualquier caso, cogías tu móvil con frecuencias que ofrecían
una media de cinco minutos de descanso entre bocanada y bocanada de whatshaps o
red social. Sonaba el cacharro, más bien vibraba y zumbaba como una abeja sobre
la mesa, seguía un “disculpa” que casi no incluía ni una mirada hacia tu
interlocutor, luego tu ceño concentrado sobre la pantalla del móvil
desentrañando los secretos del mensaje recibido como el que abre un regalito de
cumpleaños, finalmente un tecleo furioso que me daba la envidia sana de cuando
era adolescente y en aquella academia de mecanografía todos-as tenían más
pulsaciones que yo y los dedos más despiertos. Luego tú y yo retomábamos la
conversación como el que retoma su película o su serie o su salsa rosa
acribillado de la publicidad que le ha interrumpido y ahora no sabe muy bien en
qué estaba, hay unos segundos de duda muy parecidos a despertarse y recuperar
el yo que anoche se fue a dormir, un aturdimiento, las interrupciones atontan,
hay que volver a colocarse en el lugar del que te desplazaron. Y entonces yo
pensé que para eso mejor haberme quedado en casa que yo poco me aburro. Porque
no sabía ni entendía la importancia de los mensajes que recibías. Mensajes que
no se podían aparcar en un lado de tu teléfono más inteligente que tú ni
durante una hora. ¿Qué podía haber tan importante que te tenía de guardia todo
el día sin descanso ni contemplación del paisaje ni charla tranquila libre de
zumbidos y ruido y furia digital? Era algo que te hacía interrumpir incluso un
sorbo de café con leche a la mitad, relamerte el labio, otras veces apretarlo
como si te hubieras puesto pintalabios pero con tanta crispación que al final
se fruncían y parecías una criatura enfurruñada. Debías tener complejo de
Superman. Pensabas que alguien estaría en peligro de muerte en algún lugar y si
no atendías su mensaje escrito (ni siquiera su llamada, era una persona en
peligro que escribía en lugar de hablar), moriría sin remisión dejándote un
hipotético dedo culpable señalándote. Una persona que tal vez solo te tenía a ti
en su agenda de contactos o sólo le quedaba batería para un mensaje y que había
pensado en ti antes del apagón celular o era alguien que iba a ganar cien
millones de dólares en un gran concurso y tú podías ser su comodín del público pero
sólo se podía comunicar contigo mediante mensajes. Alguien al que de no responder
en menos de un cuarto de hora abandonaría su amistad contigo, cesaría su
relación de pareja, borraría vuestra consanguinidad. Y mientras tecleabas el
último mensaje de nuestra sesión y a mí solo me quedaban los posos del segundo
café y a ti el café con leche tibio, pensé que tenía ganas de romperte el móvil
en la cabeza porque hablar solo es de locos pero con alguien que no te escucha
es de idiotas. Pero tu regresabas ya al café cada vez más frío y a mí, cada vez
más caliente y a punto de gritar y de empezar con un “vete a la mierda” o “que
te den por el culo” o cualquiera de las posibilidades del manual del grosero
indignado que luego, cuando pasase un rato y me quedase solo me harían sentir
mal, me dejarían mal cuerpo, ya repensadas me producirían arrepentimiento y
hasta me harían maldecir los impulsos de la testosterona que siempre me la lía
o hace que la líe. Así que me entretuve con los vaivenes de la clientela y de
cazar conversaciones al vuelo de las que a veces sacaba algo para algún personaje
de ficción que alguna vez escribiré y no querré que suene a novela sino a
verdad. Luego llegó el adiós sin haber justificado el “hola” y el “qué tarde se nos
ha hecho” o el “tenemos que vernos más, hay que repetir, no podemos dejar tanto tiempo
sin vernos” y el “qué bueno habernos
visto ¿no?”y yo respondiendo “sí,
mucho, ha estado bien”, con premio de Oscar a la mejor sonrisa falsa y
contento de que no hubiera wifi de cerebro a cerebro. Pero alargando un poco el
adiós porque acababa de vibrar otra vez el móvil, ceño, tecleo furioso.
Y luego, ya solo, con cara de tonto. Merecida.
Sin derecho a réplica.
Comentarios
No soy adicta.
No veas lo que me cuesta atender cualquier medio de comunicación vía móvil.
Abrazos.
Si es que estamos como niño en juguetería sin saber a qué atender y desatendiendo todo.
Enhorabuena por ese nivel de autocontrol, incluso con calor ;)
Supongo que tengo mi cupo de adiciones completo. Y que cuando necesito (pero realmente necesito uno) uso el de alguien de casa, : )
Un saludo
Mi móvil y yo tenemos una gran conexión, tengo el Kindel,tengo blogs, tengo tumblr, tengo pinterest, hasta puedo escribir en él, luego tengo whats y line...Seguro tengo menos cosas que mucha gente. Con él no me aburro si nada tengo que hacer. Cuando espero a alguien y se retrasa, cuando estoy en la parada del Bus, cuando voy en él.
Pero si quedo a tomar café o a comer con alguien, el teléfono está guardado y sobre todo, en silencio. Si hay alguna urgencia, ya la veré, por desgracia más tarde.
Antes las desgracias y las urgencias también existían y no teníamos móviles. Así que no me sirve la excusa del teléfono en la mesa.
Ya es habitual una cena con ocho personas y las ocho con los ojos clavados en las pantallas...En más de una ocasión, no me he podido callar y tuve que decirlo: ¿Para qué debo pagar un pastón por esta comida de mierda si puedo estar con vosotros en el sofá de casa?
Me ahorro la comida, el parking y los zapatos de tacón los cambio por mis zapatillas en forma de zorro...ejem...
Nada...que comulgo contigo.
Bessooossssss
Al igual que Pilar, me hubiese despedido por sms.
y se me fue para nada
no soy adicta a él
pero si lo era a una persona
ya ves loca perdida y de remate
intentando remendarme las costuras y la vida
te dejo un beso y espero que estés de vacaciones así aprovecho para ponerme al día contigo