La mujer que odiaba a los bibliotecarios


                                                                     

                                                                     
                                                                               I

La primera vez que la vi era una usuaria de la biblioteca donde trabajaba. Un compañero me avisó: Hoy te toca a ti aguantarla. ¿Aguantarla? Eso era un mal augurio. Cada vez que me avisaban sobre un usuario difícil solía acertar. No hay mejor vaticinio que el que se basa en la experiencia.
Me habían dicho que era pesada. Y siempre solía ser así. Siempre me pedía libros para sus hijos. Desde un rostro inexpresivo. Como si jugase al póker. Y como si al hacerlo siempre fuese de las que ganan. ¿Tienes el libro tal? Yo lo buscaba en el ordenador, lo localizaba, le pedía un minuto de espera y al cabo de un rato se lo traía. Entonces me sentaba, lo pasaba por la pistola, lo desmagnetizaba, le introducía el punto con la fecha de devolución y cuando todo quedaba listo ella se quedaba unos segundos en silencio observándome desde su eterna partida de póker. Y al cabo de un rato en el que podías oír hasta el ruido de los engranajes de su cabeza me decía… ¿Tienes este otro libro?  Y así como con cinco o seis libros. En las bibliotecas te puedes llevar hasta quince documentos.
Al cabo del tiempo le pillé el truco y le sugería con educación, antes de levantarme, que si tenía algún otro libro que pedir. Entonces cogía sus dos o tres referencias y ya las buscaba del tirón. Luego me sentaba y con una sonrisa le entregaba los libros preparado ya para atender a la persona que llegase detrás pero ella se quedaba en silencio, me observaba desde su expresión de jeroglífico y finalmente me pedía que le buscase cualquier otro libro. Creo que sólo iba allí a ver cómo hacían deporte los bibliotecarios. Llegué a pensar que era una sádica encubierta. Con ella nunca era fácil. Cuando salí de aquella biblioteca pensé que perdería mucha buena gente que conocí, la mayoría, pero a ella no la volvería a sufrir.

                                                II

A veces me paso por la “Casa del libro” de Rambla Cataluña. Esas tiendas no tienen libreros que te conozcan. De hecho te venden literatura como el que vende hamburguesas. Pero yo voy allí por los libros no por los amigos. Me entretiene pasar por ese enorme paseo de libros y comics. Incluso llevarme sorpresas. No me esperaba que mi ídolo Houellebecq tuviese nuevo libro. Tenía pensado comprar otra cosa pero este me lo apunté para otro momento. Sé que cuando me termine el último Houllebecq me quedará la sensación de vacío de pensar que tengo que esperar unos años hasta el próximo. Y eso si no se me va como Bowie, Patricia Highsmith, David Foster Wallace y otros ídolos míos del mundo del arte.  
Luego fui a por un libro de bolsillo para tener algo que leer en mis desplazamientos y porque le había echado el ojo hacía tiempo.
Tenía un poco de prisa porque iba justo para el trabajo. Pero una clienta se me situó delante.
A cinco metros de la caja una mujer ojeaba un libro junto a una estantería. Al principio me pareció imposible pero era ella. La conocía demasiado bien. Ese rostro cibernético y sin un alma detrás era el de mi “amiga” de la biblioteca. Pero no tenía una relación tan estrecha como para saludarla. La chica que tenía delante pasó a la caja y cuando la estaban atendiendo yo decidí ir detrás. Entonces la voz de mi “amiga” me detuvo:

-      Perdona pero yo estaba primera.
-      ¿Perdón?
-      Yo estaba primera. En la cola.

Miré lo que ella llamaba cola. Las cajas registradoras a cinco metros de nosotros. Y nadie más. De hecho, la chica que pasó delante de mí también pasó delante de ella porque entendió al igual que yo que allí no había nadie esperando en la cola.

-      Bueno, perdona- le dije- pero es que estabas tan lejos que no pensé que estuvieras en la cola.
-      Sí estaba. ¿No lo ves?

Me miró como si yo fuera tonto. Pensé que ella podía estar al fondo de la tienda o incluso en la calle y pensar que eso era la cola. Sólo porque ella había dicho que eso era una cola. Es inútil discutir con la gente que vive en su mundo. Así que la dejé pasar. Sólo era una más.
La vi avanzar, entregar el libro que llevaba y pedirle por otra referencia de un libro que no había encontrado por sí misma a la chica de la caja. Miré el reloj al borde del pánico. Pero decidí entretenerme con la estantería, ojeando el Houellebecq que había decidido comprarme otro día, ojeando el libro que yo mismo llevaba encima… Finalmente vi que estaba pagando y dejé el libro en la estantería listo para pasar. Entonces me pasó por delante una señora que se me colaba.

-      Señora, yo estaba antes. En la cola.

Me miró como si fuera tonto, igual que mi “amiga”.

-      ¿La cola? Pues hijo ponte un poco más cerca. Ahí no parece que estés en ninguna cola.  

Comentarios

Mario ha dicho que…
Sergio, en la casa del libro me pongo en fila como quien espera que lo atiendan en la charcutería, poca distinción hay.

Y no suelo ir a bibliotecas. Antes sí. Iba porque era una manera de estar acompañado por personales y por personas, y porque el café de máquina no estaba mal del todo, al menos en la biblioteca que frecuentaba. Pero de un tiempo a este ahora, voy poco porque, entre otras cosas, está atestado de jóvenes que hacen de todo excepto leer y estudiar.

El día que te encuentre en una estantería puede ser que regrese a las lecturas en esos lugares.

Nada que mencionar sobre las mujeres que aparecen en tu relato.

Voy a por un café de sobremesa.

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